Tierra Salada    

El camino que conduce desde el Carmen de Bolívar hasta El Salado es una trocha seca y polvorienta.

Las huellas de los carros y motos, que siguen marcadas desde el lodoso invierno pasado, son un monumento a la corrupción e ineficiencia de la clase política local, que siempre les ha prometido un mejoramiento en la vía, y siempre  ha utilizado los contratos para enriquecerse. Comentar en los pueblos cercanos que uno  piensa irse por esa vía, sigue siendo motivo de estupefacción e incluso preocupación para la mayoría de la gente, incluso cuando han pasado ya 13 años desde la masacre que hizo tristemente célebre a este pueblo en la conciencia colectiva. Personalmente, debo aceptar que aun habiendo ido ya hace un par de años antes, y sabiendo que la zona está pacificada, no deja de producir una sensación extraña transitar esa trocha solitaria.

 

Y es que fue a lo largo de una trocha como esta  que los paramilitares dejaron una terrible estela de muerte antes de entrar al pueblo y cometer uno de los actos de barbarie y crueldad más grotescos de nuestro conflicto armado. Por esta misma trocha salieron despavoridos los sobrevivientes con los pocos bienes y animales que pudieron salvar, dejando atrás sus casas, sus ranchos, sus tierras y sus muertos. Los que no abandonaron el pueblo ese día es porque ya lo habían hecho en el 97, debido a una masacre anterior. Este camino de tierra, que se interna entre los cientos de laderas de los Montes de María, ya era desde mucho tiempo antes de la masacre, un corredor utilizado por los diferentes grupos armados que, en medio de sus disputas territoriales, transformaron para siempre la vida de un pueblo anteriormente próspero, y que en la típica estigmatización que produce la guerra sobre la población civil, terminó condenado a ser un "nido de guerrilleros".  Este  estigma fue tanto el producto de la presencia guerrillera en la zona, como de la necesidad de los paramilitares y sus auspiciadores de legitimar la violencia en su contra.

 

 Por esa misma trocha regresaron a los dos años los primeros pobladores, hartos de la miseria y la explotación en la ciudad, y quienes a pesar de que la amenaza del conflicto seguía viva, preferían arriesgar sus vidas a vivirlas precariamente en otro lado. Los campesinos que habían podido llevar animales consigo a la ciudad habían tenido que venderlos a precios irrisorios. La falta de atención por parte del Estado generó un desorganizado proceso de desplazamiento hacia diferentes partes del país, sin acompañamientos, sin ayudas, sin veeduría de sus derechos. Los relatos de la gente que retornó sobre la condición en que se encontraba el pueblo a su regreso, parecerían sacados de una novela de realismo mágico, si no estuvieran las fotos o la seriedad y el dolor en sus miradas para confirmarlos. Al pueblo se lo había tragado el monte, los ranchos los habían quemado, arboles crecían sobre los muros de las casas abandonadas.  Durante los primeros años todavía tenían lugar combates y se vivía bajo el miedo permanente a nuevas represalias. Extensiones enormes de lo que fueron fincas se mantuvieron enmontadas por años (y muchas permanecen así), pues tanto la presencia de grupos armados como las minas “quiebrapata” disuadían a los campesinos de alejarse del pueblo, por lo cual una lideresa del pueblo dice que la historia del retorno “es una historia de resistencia, de aguante y de amor al pueblo.”

 

Sin embargo, de este lúgubre panorama poco queda, y por sus calles hay un permanente desfile de instituciones, ONG’s, políticos (incluidos presidentes) y celebridades que ofrecen ayudas, dan subsidios, financian proyectos, hacen conciertos y dan discursos. Paradójicamente, fue la violencia desmedida que sufrió el pueblo lo que hace que pueda disfrutar de la visibilidad, los beneficios y derechos que las demás comunidades de la zona -que vivieron cosas parecidas- solo pueden soñar. En muchos sentidos, El Salado es  la “cara bonita” de la reparación que muestra el Estado ante la comunidad nacional e internacional. Proyectos de compra de tierras, subsidios de vivienda, proyectos productivos, etc., son algunas de los privilegios de los que gozan los Saladeros. Esto ha generado un masivo retorno de personas buscando los beneficios que ningún otro lugar de la región ofrece, pero a medida que llegan las personas parece que se olvida el sudor y las lágrimas que costó llegar a ese punto. La organización y unidad de los líderes, que se había construido en una lucha común para exigir sus derechos,  se ha ido resquebrajando, entre rumores de clientelismo y politiquería de parte de algunos, y en un panorama de sobre-intervención en la unidad colectiva ya no es un requisito para conquistar los derechos: la gente se ha acostumbrado a que los beneficios llegan a ellos por arte de magia. Incluso los niños que retornaron al principio, dicen que añoran con nostalgia la época en que el pueblo estaba solo, pero estaba unido. Y aunque nadie puede decir que las víctimas no se merecen las ayudas y programas que les llegan, siempre queda la pregunta de, si a costa de la manera asistencialista y mediática en que están llegando, no se estará perdiendo la unidad del pueblo: “lo único bueno que nos dejó la violencia”, como dice un joven campesino.

 

No obstante, el mismo camino por el que entraron los paramilitares, salieron los desplazados y retornaron, tiene expuestas también las heridas abiertas del conflicto que ninguna ayuda puede ocultar: a lado y lado del camino,  las antiguas parcelas de pequeños y medianos campesinos, hoy son enormes latifundios sembrados en teca y en pasto para ganadería extensiva, cuyos dueños son hombres sin cara y sin nombre, inversionistas del interior del país, o “Los Cachacos”, como los llaman por toda la región. Y es que detrás de los paramilitares llegaron los compradores, y al igual que con los animales, los campesinos no vieron otra opción que venderles al precio que les ofrecieran. “Aquí compraban la hectárea de tierra a 200 mil pesos, (…) y uno en medio de ese terror, a mí ya me habían matado tres hermanos, ¿Qué iba a hacer?, pues venderles… Al fin y al cabo la tierra vuelve y se compra, pero la vida no”, cuenta Rosa, una líder de la región, pero como ella misma dice, miles de campesinos estaban tristemente equivocados: hoy no hay tierra a la cual retornar.

 

Los nuevos dueños de la tierra han cercado los pozos de agua de los que depende la comunidad en el verano, e incluso dicen que traen mano de obra de afuera. Nunca aparecen, nadie los conoce, son los fantasmas que trajo la violencia. Como en toda la región, la seguridad alimentaria peligra en un modelo que ha transformado completamente la vocación productiva de la región y la identidad campesina. Tanto así que Rafael, un desplazado que vive en San Jacinto, cuenta triste que hoy en día la leche se consigue solo en bolsa. Todo esto hace pensar en el precio que implica para el campesinado, como propone el Plan de Desarrollo del gobierno, pasar a tener 12 millones de hectáreas sembradas en maderables en los próximos años. Y es que la masacre de aquel día de Febrero fue únicamente la culminación grotesca y cruel de un largo proceso de luchas violentas y no-violentas  por el control del territorio, y la constatación de la manera violenta y des- institucionalizada por la cual se han acostumbrado a ejercer el poder las  élites  en la región. Sin embargo, no ha habido ni el espacio ni la voluntad política para hacer un ejercicio reflexivo en torno a la memoria de lo vivido, y comprender mejor la naturaleza de la violencia que golpeó la región y las estructuras que la alimentaron. Es por esto que, a pesar de que todos conocen la historia del Salado,  en la plaza del Carmen de Bolívar la gente mira indiferente la publicidad a favor de la libertad e inocencia de Enilce López, “La Gata”, una de las autoras intelectuales de la masacre.

 

A pesar de que la Ley de restitución de tierras ha puesto el tema del despojo en el debate de algunos,  sobretodo ha agitado el avispero de quienes se beneficiaron de este. Y a medida que asesinatos selectivos acaban con las cabezas de los movimientos campesinos en otros puntos del país, y la sombra de lo que hubo alguna vez parece empezar a revivir, acá tocar el tema de la restitución  se vuelve cada vez más incómodo. Puesto que, -como en las guerras de la antigüedad, en la que el vencedor rociaba con sal la tierra del vencido para que nada pudiera volver a crecer allí jamás-, los que desataron la violencia en los Montes de María rociaron la tierra con sangre, para asegurarse por medio del terror que nadie se atreviera jamás a cuestionar su control sobre su botín de guerra: la tierra.

Pablo Mejía Trujillo