Hombres uniformados, de semblante serio, cargando fusiles y atravesando la plaza de lo que parece ser un pequeño pueblo mientras intercambian miradas cómplices con sus habitantes; entretanto, los que no tienen uniformes, grandes y pequeños, expectantes en esos lugares donde el tiempo parece no transcurrir, sueltan una disimulada sonrisa y relajan sus hombros como queriendo decir: “ha llegado la seguridad, la prosperidad y el Estado”. Una voz superpuesta nos recuerda que estos hombres, marcados por una homogeneidad poderosa e intimidante, son los valerosos héroes de la patria: hombres con un solo parámetro, el honor, y con una sola misión, proteger a los colombianos.

Este típico comercial decembrino, patrocinado por las Fuerzas Armadas, levanta una serie de preguntas, empezando por: ¿a qué fenómenos pretende responder esta producción? Esto es, ¿qué relaciones, influencias o intenciones se pueden poner de manifiesto en estos constantes esfuerzos, exitosos o no, por posicionar y representar a la fuerza pública, tanto a nivel institucional como a nivel de los individuos que la componen, como punto de referencia para toda la sociedad?

Por un lado, las instituciones militares y de policía han adquirido un papel casi incuestionable en la vida nacional: el manejo que se le ha dado desde las élites gobernantes al prolongado Conflicto Armado Interno que vive el país les ha otorgado un nivel de importancia y de confianza en ellas que comparten con pocas instituciones en Colombia; además, la fracción del presupuesto dedicada al sector defensa sobresale inclusive comparada con otros lugares del mundo[1]. En este sentido, las representaciones que se han pretendido de la Fuerza Pública han devenido, entre otros, en dos fenómenos interconectados: por una parte, la imagen generalizada de un cuerpo profesional y tecnificado, ajeno a las disputas propias de la arena política, y dispuesto para la protección de los intereses de la nación y de sus ciudadanos; y por otra parte, como una porción igualmente considerable de nuestras cotidianidades, al punto de pensarse, en muchas ocasiones, como la primera y más efectiva representación del Estado. No es extraño, por esto, que frente a eventos que perturban y alteran los estándares que definen la normalidad de nuestro diario vivir, la reacción de muchos de nosotros sea buscar a los hombres con uniforme, aquellos que puedan garantizar la normal convivencia de las personas o, por lo menos, la seguridad y el orden.

Ahora bien, por el otro lado, esta normalización de los imaginarios sociales alrededor de las instituciones e individuos cuyo medio de acción distintivo, y frecuentemente predilecto, es el uso –legitimado por el aparato estatal– de la fuerza, resulta profundamente problemática y atravesada por contradicciones. En un primer momento, aparecen como instituciones patriarcales y autoritarias con estructuras jerárquicas que, en el contexto colombiano, tienen el poder para tornar ligeras e invisibles las críticas de su maquinar, propiciando un accionar de excesos y violaciones que se reproducen en nuestra historia.

No es solamente la evidencia de que el Estado, a través de la Fuerza Pública, participó activamente en el surgimiento y consolidación de grupos paramilitares, o los testimonios de sus miembros que, como las confesiones del coronel (r) Róbinson González acerca de los asesinatos extrajudiciales, son declaraciones del acontecer sistemático y esquemático de las atrocidades denunciadas sin descanso por las fuertes voces de las comunidades más afectadas por el conflicto. Son también los casos de corrupción, de arbitrariedad, o de represión, en ciudades y campos por igual. Algunas noticias que circulan en los principales medios confirman lo anterior: desvíos de dinero; coroneles al mando de carteles; el fallo contra el Estado por los desaparecidos en la retoma del Palacio de Justicia; o las diversas condenas a la Fuerza Pública por los falsos positivos. Esta, la otra cara del “héroe” y de los “grandes corazones verdes”, es la parte que el discurso institucional insiste en presentarnos como “manzanas podridas” o “ruedas sueltas”: excepciones y desvíos individuales que son ajenos al funcionamiento institucional.

Pero, ¿qué tan verosímil es esta simple distinción entre “héroes” y “manzanas podridas”, usada para justificar y explicar uno u otro comportamiento, o para construir una u otra representación? ¿Cómo comprender esta aparente paradoja entre una “profesión digna y humana” y el “ejercicio ilegítimo de la fuerza”? Frente a este escenario, la opción, que en este espacio hemos intentado explorar, es cuestionarnos las aparentemente normales relaciones que la sociedad, en sus diferentes manifestaciones, ha entablado con la Fuerza Pública: repensar la presunta apoliticidad que nubla su consideración como activos participantes en una lucha de poderes políticos, o adoptar perspectivas que permitan examinar la particularidad de sus dinámicas institucionales, así como las subjetividades que se configuran cuando se encuentran el civil, el militar y el policía. En suma, el propósito que ha marcado esta edición es presentar estos actores con los procesos y los mecanismos que los han formado y que los siguen formando, con su carga de responsabilidad, con su verdad y con su actualidad, para, una vez puestos sobre la mesa en su contingencia y desnudos de cualidades necesarias, someterlos al necesario examen crítico en diálogo con el resto de la sociedad.

 



[1] Ver Carretazo.