Bronx- versión corta

Como todo buen domingo por la tarde, lamentaba ya la llegada de una nueva semana y las responsabilidades académicas implícitas a ésta. Debía leer y hacer un trabajo pero aquella falta de motivación dominguera me llevo a distraerme como raro, en la revista Semana.

En la primera pasada, leyendo titulares y mirando fotos que llamaran mi atención, me encontré con el foto-reportaje del Bronx. Auténticas caras y espacios marcados por el vicio que suelen sugerir un debate moral siempre asociado a esencialismos. Tiempo después, y a raíz de la política pública del Distrito, decidí que debía ir al Bronx.

Partí desde las Aguas bajando por todo el eje ambiental hasta la Caracas. Pasaba por San Victorino lleno de dudas, pensando cómo evitar dar mucha “boleta” y cómo intentar acercarme a la gente. Cruce la Caracas fumándome un cigarrillo de ansiedad y moralismos en una ciudad donde relacionarse con otros siempre está mediado por el individualismo y la desconfianza. Los indigentes andaban como siempre en el rebusque entre las grandes hordas de personas que llegan al centro, y que solo se inmutan si estos se acercan, los tocan o les piden algo. Pareciera que tuvieran otro color que no permitiera que fueran percibidos por la sociedad que los condena con su silencio implacable. Cruzando la Caracas, desperté de mis dilemas al ver pasar a una mujer indigente que se cruzaba la Jiménez, enrolada en el impulso del pegante, sin importar que estuviera en verde el semáforo. Así iba llegando paso a paso a la Plaza de los Mártires donde se encuentra la Basílica Menor del Voto Nacional, la Dirección de Reclutamiento y Control de Reservas de las Fuerzas Armadas y el Bronx.

La plaza estaba repleta de indigentes que estaban haciendo colas para los servicios ofrecidos por el Distrito. Otros simplemente estaban tirados en el piso con sus trapos, embalados con el bazuco consumido, en una pose moribunda y compleja. Creo que la primera entrada fue difícil, no sabía bien a dónde dirigirme ni a quién hablarle, por lo cual fui a comprar otro cigarrillo. La intervención efectivamente había sacado los trapos al aire y de pronto la plaza adquiría otra tonalidad. Decidí caminar hacia la zona concurrida al lado de las instalaciones militares donde se encontraban dos carpas-peluquería del Distrito, dos ambulancias y un camión que traía el refrigerio de la mañana a los habitantes. Ya había una cola de al menos 30 personas para poder recibir una comida ligera y así seguir en sus andanzas recurrentes. Días antes, en el ir y venir de la fila, algo había acontecido, unas palabras habían golpeado un costado y otras se habían devuelto; un arma punzante había reflejado la luz de la tarde y se había hundido sigilosamente en la piel de un miembro de aquel tugurio.

Esa anécdota, que me había contado una chica del Distrito, entre tantas otras que recibí, me detuvo, me planteó el valor de la vida y esta se fue, como muchas otras, en una nación de grandes olvidos. Los indigentes llevaban 5, 15 y hasta 25 años viviendo entre el cartucho y el Bronx. Muchos estaban alterados con la intervención que modificaba incisivamente sus rutinas, que sentían que la grúa del Distrito había quitado su hogar de tantos años. Algunos que se encontraban cerca de las ambulancias estaban tendidos sin camisas y sin ánimos, alterados e inocuos después de tantos embales y tantos rollos. La piel era un fiel retrato de una vida de guerra y de consumo reflejado en las heridas, viejas y nuevas, que dibujaban de forma sincera las pericias de una vida en la calle. Parecía una zona de atención a los heridos de un conflicto armado, lo pensé dos veces… Uno de ellos, ante mi inocente pregunta sobre la situación del Bronx, me respondió con una sonrisa que podría ser más reflejo de la costumbre que de un impacto severo - “esto está puteado”.

Las personas del Distrito llevaban planillas de identificación de los habitantes en aras de poder ubicar a sus familias y fomentar reencuentros, que si bien deben ser dolorosos, logran romper la cadena de desinformación que conlleva la vida en la calle. Muchos familiares se habían acercado a la Secretaria de Integración Social ante las noticias de la intervención; tenían el simple deseo de encontrar a sus seres queridos. Así se formaba una suerte de vínculo sentimental entre indigentes, personal del Distrito y las familias. Eso sí, los vínculos no son ajenos a los problemas y las garras del contexto. Y son garras porque las bandas de microtráfico también dependen de los habitantes de la calle para su negocio. Muchos indigentes me contaron que los tenían amenazados con quemarlos y matarlos si cooperaban con el Distrito. Tanto era así que hablar con los indigentes o los miembros del Distrito estaba sujeto a la constante presencia de los sayayines, la mano armada de las bandas en la calle, con su inalterable amenaza de actuar ante algún disgusto.

Después de dos horas de presenciar la movida del Distrito en el Bronx y sus alrededores, ya tenía un cierto sentimiento de que me debía largar. Fui por un cigarrillo y vi a un policía parado en frente de su moto, uniformado y con el casco puesto por si las moscas ¿Por qué no? Di unos pasos al frente y me fui acercando sigilosamente pensando que no sacaría nada de él; y así fue. Intenté desmenuzarlo con palabras y fui sacando algunos frutos paso a paso. Me confesó que la dirección de comunicaciones de la Policía había impuesto a los soldados rasos la ley del silencio con los periodistas. Y ya cuando estaba a punto de soltarse por completo, note la presencia de otro agente pasando por mi lado izquierdo. Pisaba fuerte con sus botas pero era lento en su proceder. Solo fue hasta que estaba al lado nuestro que vi su brazo moverse ágilmente, casco en mano, para pegarle a su compañero; Casco contra casco. “Si ve por qué no le puedo decir nada” fue la respuesta que me dio. Decidí al instante evacuar la zona para no causarle problemas al hombre.

Así decidí salir de la zona, impulsado por momentos, relatos y ocasiones que ya me comenzaban a dar vueltas en la cabeza. Los indigentes no son personas que gratuitamente llegaron a ese estado, pero tampoco son personas que la sociedad debe dejar abandonadas a su amparo. Efectivamente, las drogas tienen un riesgo como lo tienen muchas otras sustancias que consumimos, y es necesario tener un consumo responsable sobre estas. Eso sí, el tabú sobre el tema, como muchos otros, imposibilita una discusión amplia y sincera; imposibilita investigaciones profundas sobre sus efectos en la gente. Así pues, no tendremos el valor juvenil de decirle a un padre la verdad y no nos tendremos que afrontar a nosotros mismos y pensar en las consecuencias del consumo.

Dentro de estas vueltas, me quede hablando con dos indigentes en la plaza y fui a comprarles un pan. Cuando salía de la panadería, como por arte de magia, me cruzo un sayayin con su bicicleta y blandieron dos chuzos de las manos de los indigentes. Me sacaron el celular y la grabadora y me amenazaron, supongo por “periodista”. Así terminaron mis meditaciones, con una dosis de realidad de un contexto difícil, donde las críticas y los comentarios a mano alzada son fáciles de hacer; pero que contienen grandes falacias al no poder leer un mundo que finalmente, estamos entrando a conocer.