“Adiós a todo eso”
Luis Gabriel Galán Guerrero
A lo largo de mis años universitarios compilé un catálogo de insultos a algunos estudiantes: “Usted es un arrogante”, aúlla un profesor; “qué vergüenza que no sepan esto y aquello”, se lamenta otro; “¡Usted es un molusco!”, desenconcha otro; y aún más repugnante y no tan submarino: “¡Esto lo que me demuestra es que usted no sabe pensar!”. El lector podrá encontrar un título, pero la sola compilación demuestra que hay algo esencialmente malo en el mundo: la figura del “maestro-educador” se ha ido esfumando de la universidad. “Hoy sobreviven formas prestigiosas de la ignorancia como lo son el investigador con maestría y doctorado”, me dijo un maestro ante mis quejas. Esta corta confesión quiere ser un adiós a todo eso y un pequeño remedio para tanto veneno.
En primer lugar, la educación es un asunto de amor. Algunos profesores no son patrióticos; a lo sumo son malos optimistas y buenos pesimistas. “A Roma no la quisieron porque fue grande, al contrario, fue grande porque la quisieron”, dijo un poeta inglés. A los ojos del profesor, la clase debe ser como esa Roma, y tiene que haber lugar para ella en su corazón tanto como hubo para Roma en el corazón de los romanos. Enamorar no es una aventura libre de avatares imprevisibles y dificultades. Las clases de cien personas son una monstruosidad académica, pero el talento del maestro hablará por su capacidad de interesar a todos sus espectadores. La historia no sólo apasiona a los historiadores o la arquitectura sólo a los arquitectos. ¿Puede uno imaginar una aventura de vida más romántica que enamorar diariamente a cien jóvenes? Los malos profesores, los traficantes de sueños, parecen no reparar en su delicada suerte cotidiana: cuidar de la edad espiritual de la juventud, aquella edad de las aventuras, los sueños, y las epopeyas.
La conquista deberá ser diaria porque el estudiante es exigente en su amor: el prestigio del maestro depende de ese rasgo circunstancial -no sólo de sus investigaciones debidamente excelentes- así como la vida de Sherazade dependía de enamorar con sus cuentos al Sultán noche tras noche. Es verdad que el estudiante puede ser exigente en su amor y sus afectos codiciados; lo que hoy lo enamoraba, mañana puede encontrarlo marchito, pálido y sin encanto. ¡La brevedad es propia de la vida y la juventud está llena de vida! Pero si el profesor es incapaz de demostrar amor y pasión por su tema, ¿cómo podrá despertarlo en sus estudiantes? A un profesor que declare su ignorancia, su visión incompleta y conjetural sobre un problema me le quito el sombrero. Pero a un profesor que declare su apatía, animosidad, y falta de amor por la clase, me encargaría de poner el sombrero de moda en el salón. Los vagos no son ovejitas negras por voluntad propia. Les ha faltado un buen pastor. Corregir el fracaso de los profesores de colegio quizás sea pedirle mucho al profesor universitario, pero no se le debería exigir menos. Cuando las ovejitas estén dispersas en clase, el profesor debería preguntarse qué está haciendo mal.
El profesor debe querer a su clase con paciencia, fidelidad, y locura. La paciencia para interesarla en los temas, corregir sus trabajos, y atenderla en horas de oficina (¿cuántos de nosotros recibimos como recompensa a nuestros esfuerzos, miserables y lacónicos chulitos?); la fidelidad para tener el coraje de nunca mentirle o subestimarla (él más que nadie sabe que su conocimiento es parcial y provisorio); y la locura para recordarle la comedia de la vida (el buen humor es una forma de asumirla). Estos dones me parecen importantes, pero hay otros innegociables: nunca obrará el profesor con ira, así se le cuestione su formación o investigación; jamás humillará a su clase, así vea que falten aquí y allá algunos conocimientos; jamás será injusto en sus calificaciones, así disienta de algunos puntos de vista presentados en ensayos; jamás verá en la clase la manera de dar vida a su dogmática elocuencia, así vea fácilmente impresionable a su auditorio. Es un falso lugar común dejar la formación humana para las casas y el colegio, o reducirla a una mera transmisión de conocimientos. La ética y el aprendizaje no concluyen con la universidad sino con la vida misma. Si el estudiante se permite pequeñas vanidades o una eventual soberbia, algo tan natural de los primeros bríos impetuosos y desbocados de un joven espíritu, el profesor debe estar a la altura, comprenderlo, y dejarle con humor una lección a un carácter que aún está en formación. Amor al estudio, hábitos de reflexión, de pensamiento, y de modestia, es el repertorio de virtudes que también debe transmitir a sus estudiantes.
Al final de la jornada, el verdadero maestro sólo podrá aspirar a un noble ideal: al término de cada clase, deberá haber despedido sus apasionadas palabras como chispas sopladas de una fogata, siendo él mismo la fogata. Habrá prendido un fuego. Que el estudiante tenga a bien cuidarlo de los vientos durante el resto de la jornada no le concierne: él ya está preparando la clase de mañana, él ya está practicando sus hechizos. Y si la chispa permanece encendida a la mañana siguiente, buscará acrecentarla; y si ha sido apagada, buscará revivirla sin odios o recelos. Una chispa, cierto, pero una chispa nada despreciable. Dice el coro de científicos modernos que las fuerzas más inconmensurables, inconcebibles, y fantásticas precisaron nada más que de una chispa infinitesimal para llegar a ser el universo. Más sería impertinente decir.