Por: Adolfo Botero Santos - Estudiante de Antropología

- Mano hágame un favor ¿Usted sabe dónde queda la Laguna de Cachalú?

- No mijo, toca es que coja una 4X4 y que lo lleven hasta Peñas Negras, una base militar arriba en el páramo. Eso queda lejos; hoy ya es tarde; por ahí en dos días están allá. ¡Ah, y a pata! No no no…. Usted no llega a pata hasta allá y si llega los militares no los van a dejar entrar. Igual eso es lindo, hay otro poco de lagunas regadas… eso vaya preguntando que la gente le dice. Eso sí, tenga cuidado porque los campesinos son unos impostores: le dicen que eso está ahí cerquitica, que ahí no más, que ya va llegando, y uno se puede demorar todo el día andando esa michirringuita.

 

- Buenas noches señora, ¿Usted podría prestarnos un pedacito de tierra para dormir esta noche? Nosotros traemos carpas y no le ocupamos mucho espacio.

- Eso toca que lo hablen con mi marido, él manda de la puerta pa’ fuera… no vaya a ser que terminan durmiendo en el Surba… bueno… que hijuemadres, arrúmense ahí donde quepan.

En el Cañón del Río Surba las nubes bajan en la mañana a saludar al agua, luego suben por las montañas y se extienden como una alfombra de algodón por el horizonte dejando al descubierto únicamente las pequeñas terminaciones de los andes: los páramos.

Saliendo del cañón, Pedro Acero, hombre de manos de tierra, está a sus órdenes en la antesala del monte. Protege a los suyos con rompecabezas de piedras que circundan la finca;  cultiva papa; cultiva maíz rotado con fríjol; siembra aromáticas, flores y frutos; cría ovejas blancas y una negra; corta y recoge madera; y se cuidan las espaldas con un perro, su único vecino.

Hasta Rusia fuimos a dar luego de un día de encuentros que nos impulsaron durante media mañana; la otra mitad, más una de las mitades de la tarde, las caminamos. Las mitades dejaron de reproducirse en el momento en que logramos encontrar una casa atravesada por la soledad de dos lagunas que la protegían. Decidimos esperar, cocinar, y seguir esperando hasta bien entrada la noche.

Primero, nos despertó la idea del romance rojo entre la luna y el sol a las dos de la mañana. La niebla helada hizo que los más débiles buscáramos encontrar nuevamente el sueño que ya habría de quedar congelado en el insomnio. El sol, a pesar de ser más de las siete de la mañana, aún no lograba atravesar las espesas nubes y llegar hasta nuestros cuerpos; parecía que sólo los dos colibríes cobrizo que llegaron al campamento hubiesen encontrado el amanecer. Poco a poco “El Príncipe” la laguna, que junto con “La Negra” (o “Encantada”) envuelven el refugio en un paraíso de páramo, se desprendían de la cobija de nubes.

Después de varios minutos la lucha dio sus frutos y pudimos desayunar aguapanela y pedazos de sánduche con rodajas de tomate. Con las tripas ya pudiendo respirar, empezamos el debate: ¿llevamos las maletas grandes? ¿Habrá salida por la Cachalú hacia Virolín? ¿Habrá militares? Nos disponíamos ya a salir de la fachada de la casa solitaria que nos había acogido en nuestra primera noche de Páramo cuando oímos un motor:

- !Alguien que vaya y pregunte si nos pueden llevar hasta Cachalú! Rápido.

- Deje el afán que parece que los manes son los dueños de la casa.

Los manes nos regañaron, nos quisieron, nos entraron y nos presentaron a la caprichosa laguna, que de no ser por los pájaros, al mejor estilo de la cenicienta a la inversa, desvistieron con sus cantos las aguas de la Cachalú por preciados 5 segundos.

Los faraones (frailejones) son cofres de agua que hidratan la tierra constantemente y que parecen tomar la forma de torres de vigilancia. Las piedras lloran agua cristalina y los musgos se disfrazan de gotas para guardar más agua. El agua es el medio mediante el cual todas las cosas se hacen una sola en el páramo. Mientras los chorros se paseaban de las plantas a las rocas y a través de nuestros pies para luego entrar nuevamente a los musgos los siete cueros se coloreaban rojo, al tiempo que llegaban, otra vez, los aleteos de los colibríes.

Sin saberlo y luego de muchos otros encuentros fortuitos, días más tarde, conoceríamos a Gerardo Suárez, transportador y guía turístico de Gámbita (1.8000 msnm), quien terminó por enarbolar nuestro trayecto. Contó este campesino que al encontrarse las aguas de Cachalú con las de la laguna de El Palmar (laguna ubicada entre la vereda El Taladro y el municipio de Gámbita) ocurre un encuentro de encantos; encuentro que da vida a los mitos y leyendas que inundan la cabeza de los campesinos andinos: aguas que descienden en invierno y que aumentan en verano; campanas que se esconden, se rompen, y hacen que los políticos se conviertan en magos (ladrones). Los tesoros, los espantos, los santos, todos, vienen del agua, nacen del Páramo.

Otras aguas que se escurren por el monte abajo corren otro destino; son pintadas de vinotinto por los taninos de los bosques de robles comunes y negros que se encuentran en el Santuario de Fauna y Flora Alto Río Fonce – Guanentá, ya en tierras puramente comuneras; en el municipio de Virolín, tierras ancestrales del Cacique Chalalá. Y es que, si de indios se trata, por esas tierras el único vestigio vivo y palpable de su cosmogonía son los páramos que acabábamos de descender, los cuales hacían el papel de fronteras naturales entre las etnias Muisca y Guane. Más que separarlos ese territorio no podía ser de nadie ya que debía ser de todos. Era un territorio de paso y no de establecimiento, como debe ser cualquier páramo; pa’ ver más no pa’ tocar.