Por: Daniel Andrés Quintero Acevedo - Estudiante de la maestría en Filosofía

Plantear el interrogante alrededor cómo es que la sociedad se ve influenciada por las instituciones religiosas, puede ser secundario y ser el reflejo de un prejuicio secular ante un interrogante más atenuante, y es, ¿cómo es que la vida social refleja en su base un carácter religioso inherente a sus lógicas y dinámicas? Para contestar esta pregunta es preciso despejar un malentendido  acerca de la religión entendida solo bajo la habitual inscripción a un reconocido grupo de culto. Este hábito se ve antecedido por un impulso de sustentar en un principio último que articula todas nuestras creencias y las acciones consecuentes con ellas. Este impulso es lo que caracteriza al pensamiento religioso.

Entendido así, las variantes y las distintas máscaras que puede asumir la religión son diversas y se traspasan a esas esferas que pensamos están exentas de ella o que buscamos estén libres de ella. Incluso este objetivo secular puede ser paradójicamente una extensión de ese impulso religioso puesto que,  sin duda, un rasgo que posee la inclinación religiosa es constituirse y extenderse en la formación de una homogeneidad con base a unas creencias específicas. Así, la religión se esconde en su forma más básica en la política, el derecho, incluso en la ciencia o en la cultura a tal grado que se inscribe en nuestros valores y procedimientos cotidianos sin necesidad de asistir a una iglesia. Esta homogeneidad en sus diversas manifestaciones lo que persigue es la estabilidad y  continuidad de la sociedad en la que se alcance a proveer una seguridad para el discurrir de la vida social en consonancia con un marco valorativo y normativo. La sociedad, por ende,  es en su corazón religiosa. En su fondo no es más que otra iglesia.

En el caso de la corta vida republicana de Colombia se expone un tránsito lento, demasiado convulsionado hacia nuevas fuentes de devoción, de un estado católico a un Estado laico liberal. El cambio de uno a otro se ha visto y continúa estando marcado por tensiones y conflictos que siguen costando vidas y abusos. Los actuales esfuerzos por neutralizar estos conflictos al invocar los derechos humanos u otra suerte de convenciones son muestra de este tránsito. Y resultan provechosos más por la fuerza general de devoción hacía un lado en particular  y por lo atenuante de la circunstancia y menos por la validez última que aspiran conseguir estos discursos, ya que por sí solos podrían ser susceptibles de la aceptación o no que cada parte involucrada disponga. Es decir, de la devoción que cada parte involucrada posea y esté dispuesta a dar. Pensar, entonces, que la defensa del Estado laico de los ataques jurídicos del Procurador por parte de la comunidad LGBTI es un acto limitante sobre los alcances de la religion, es un malentendido. Es un acto igualmente religioso que se dirige a disputar la fuente valida de las creencias representada en la ley y el derecho imprescriptible de la libre expresión y el desarrollo de la libre personalidad. Es un acto de devoción que desplaza su mirada hacia el individuo y su potencia bajo el aval de un Estado que lo afirma.  Es esta nueva devoción la que nos conmina, y tiene sus propias lógicas y su espacio-tiempo particular. Ahondar, por ahora, en su particularidad sería un despropósito, lo cierto es que está devoción liberal dada en la inmanencia de lo que somos, está motivada por nuestro impulso religioso consustancial y es darnos un sentido. Porque seamos “cristianos o ateos, en nuestra universal esquizofrenia, necesitamos razones para creer en este mundo”[1].



[1] DELEUZE, Gilles. La imagen-tiempo.