Por: Juan Felipe Forero - Estudiante de Antropología
San Trastorno. Líbrame de esa anestesia que llaman cordura. Quítame, de una vez por todas, el velo de la monotonía para caer bien duro. Adéntrame, poco a poco, en las oscuras cavernas del desquicio y no me saques hasta que me transforme; hasta que mi cara cambie y no pueda ser el mismo…
Santo de esta era de locos e histéricas; de este infierno de riesgos que fabrican los mismos que supuestamente tienen la cura. Libertador del que no tiene cara…o del que tiene dos…o del que no quiere tenerla. Porque tú también, protector del bastardo y no reconocido hijo de la modernidad, tienes muchas caras y al mismo tiempo ninguna: eres el desviado, el enfermo, el caído y el incomprendido; eres un camino que nadie quiere recorrer, lleno de astillas y charcos, de arenas que podrían retener por siempre. Pero como lo que no mata hace más fuerte, aquí te espero para que me revientes la jeta. Yo no te tengo miedo. Tengo miedo, más bien, a tu ausencia.
San Trastorno: santo contemporáneo, liberas al mismo tiempo que oprimes. Al igual que los santos polisémicos, híbridos nacidos de la violación llamada “conquista”, en tu nombre llevas el látigo de los que gustan gobernar; pero al mismo tiempo eres una máscara para esconder los descontentos y ocultar nombres que no pueden ser nombrados. Eres como San Jorge Ogún, o San Juan Chamula, pues eres disfraz de prácticas que resisten lógicas depredadoras. Sí, eres una patología: hueles a loco y tus santas túnicas son tan asépticas que envenenan. Mas, simultáneamente, bajo la oscura sombra de tu definición se encuentra el poético mar de lo inhumano: de la emoción, de la expresión, y de la ilógica y la sinrazón que son tan atractivas y tan terapéuticas. Eres el individuo negado, al menos momentáneamente. Eres, en otras palabras, el escudo contra el inquisidor moderno llamado Razón Médica: ese que reemplazó al que perseguía lo que antes se llamaba “lo inmoral”, y que ahora se llama “lo patológico”, pero que sigue siendo el mismo perseguido: el homosexual o el transexual, el anarquista, el radical, el ciego creyente de lo que no se entiende, o el pensador excéntrico que siente que puede darle otro orden para entenderlo.
Y es cierto: si te reconozco, soy un trastornado. Pero si lo soy, puedo cagarme en la hipócrita seriedad de la vida; puedo llorar cuando nadie entiende y reír cuando ya todos se fueron. Puedo entender de alguna forma al incomprendido, y mejor aún, convertirme en su amigo. Porque a fin de cuentas, todos somos unos trastornados. Y si bien esto les sirve a “los sanos” para llenarnos de los fármacos que ellos producen y nosotros compramos, también sirve porque en algún momento podríamos decir: “¡que chimba, otro trastornado! Ya somos la mitad del mundo. Ahora sí, ¡vamos a hacer algo!”. Ya es tiempo, viejos marxistas ortodoxos, de dejar de ver por un lado la fe como locura (o como simple “opio del pueblo”), y por otro lado la ideología como razón que moviliza la lucha social. Sea o no aparente su orden, tanto la fe como la ideología son procesos que envuelven resistencia a lo establecido y un deseo de luchar por algo mejor. Solo es cuestión de aprender a entender otros lenguajes y a entender otras tácticas de acción.