El Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea -las Fuerzas Militares- y la Policía Nacional integran de manera exclusiva la Fuerza Pública como lo establece nuestra Constitución. De dichas instituciones la Policía es un “cuerpo armado de naturaleza civil”, lo cual hace que su relación con el conglomerado social sea, o deba ser, más fluida. Diferente es el caso de las FF.MM. pues el significado de la palabra militar marca una separación por contraposición: “Perteneciente o relativo a la milicia o a la guerra, por contraposición a civil” (DRAE). Es más, dicha separación se torna aún más evidente si se tiene en mente que en razón del conflicto armado interno de los últimos cincuenta años, los gobiernos han empleado la Fuerza Pública buscando el sometimiento de los alzados en armas al imperio de la ley mediante el uso de la fuerza legítima del Estado.

 

El punto a resaltar es que el haber tenido una guerra interna ha hecho que las relaciones entre la sociedad y su Fuerza Pública no haya sido ajena a malentendidos, traumatismos y conflictos que la han alejado del “deber ser” que se esperaría entre la sociedad y una Fuerza Pública que como parte de la estructura de un Estado, fue concebida para servir a la sociedad brindándoles seguridad.          

Pero no conviene olvidar que los integrantes de la Fuerza Pública hacen parte de la sociedad colombiana, aunque su razón misional y las funciones derivadas de ella, difieran de las del grueso de la población. Ahora bien, consecuente con el anterior orden de ideas abordaré las relaciones entre la sociedad y su Fuerza Pública principalmente desde la perspectiva política, anotando algunos aspectos del matiz social.

Nuestra Constitución le asigna al Presidente de la República el mando supremo de las Fuerzas Armadas; los componentes del Estado sobre los que, casi de manera exclusiva, recae la ejecución de las políticas o estrategias de seguridad. De ese mandato constitucional se deriva, por un lado, la responsabilidad presidencial, y por el otro, una relación necesaria de subordinación que también tiene su razón de ser en la preponderancia que debe tener lo político en la conducción estratégica. Conducción  que se torna prioritaria durante un conflicto armado interno y cuyo fin no puede ser otro que el de terminarlo (o lograr la paz), lo que obviamente trae consigo un mayor nivel de seguridad.

No obstante, durante un conflicto bélico dicha subordinación no deja de tener desencuentros entre los jefes políticos (civiles) y los militares, no tanto con los policiales precisamente por su naturaleza civil. Esto se da por razones que van desde el diseño institucional para el manejo de los asuntos de seguridad y el prestigio de las instituciones (políticas y militares), hasta las diferencias en el carácter y/o carisma de esos jefes. Pero también las causas de esos desencuentros se derivan de la falta de consensos racionales en asuntos clave como en la respuesta al interrogante: si estamos en guerra ¿qué entendemos por ganarla?

Si faltaran factores que potencialmente van en contra de la armonía civil - militar, también suele estar en el trasfondo de las divergencias el que las decisiones del poder político buscando solucionar el conflicto bélico, tiendan a privilegiar la persuasión incluyendo la negociación política, mientras que el poder militar tienda a darle preponderancia a la coerción buscando su derrota en el campo estrictamente militar, cuando la realidad dicta que la verdadera “derrota” debe ser principalmente política. La teoría contrainsurgente demuestra que la guerra es 20% militar y 80% política, y que lo militar debe caminar en coherencia con los propósitos políticos teniendo en cuenta los mensajes y consecuencias políticas derivadas de la oportunidad política de las operaciones militares y sus resultados.

Después de décadas de reflexión sobre los éxitos y fracasos de la contrainsurgencia en distintos países, ha quedado  claro que la guerra no se gana porque se destruya a las guerrillas en determinadas zonas. La victoria sólo se logra cuando la guerrilla es dejada aislada por la población, por convicción y no por imposición. La victoria sólo se obtiene mediante la legitimidad ganada o recuperada por el Estado encabezado por el Gobierno - no sólo por su Fuerza Pública-  y su demostración a la población, por medios legítimos, de que la guerrilla es irrelevante. De aquí se deriva el interrogante clave a responder por parte de quienes tienen el deber de la conducción estratégica hacia la terminación del conflicto: ¿cómo lograr que las guerrillas sean realmente irrelevantes?

Es sabido que el “capital social” colombiano es bajo comparativamente con otros países. En su deterioro ha influido el conflicto bélico interno, entre otras razones porque la confianza -elemento central del capital social- está directamente relacionada con la prevalencia de la verdad en las relaciones entre las personas y las instituciones. Aparte de consideraciones relativas a la crisis moral que atraviesa nuestra sociedad, resulta que es precisamente la verdad la más sacrificada en la guerra interna.

No obstante ha habido un lado positivo. Para que haya confianza y la consecuente integración social, hay que partir de un nivel mínimo de mutuo conocimiento entre las personas sin importar su origen social u otras características como sus creencias, sexo o raza. Es en este punto en el que la Fuerza Pública ha jugado un rol que no por desapercibido deja de ser valioso. A través del tiempo, las instituciones castrenses y de policía han albergado en sus filas -de manera voluntaria o por el servicio militar obligatorio-, una gran cantidad de colombianos y colombianas de las distintas regiones y condiciones sociales que han tenido por un buen período de tiempo la ocasión de compartir frustraciones y satisfacciones entre las personas y sus familias, facilitándose así el mutuo conocimiento y en últimas la integración social.

 

Carlos Alfonso Velásquez R

Coronel (r) del Ejército, Magister en Estudios Políticos, Profesor Universidad de la Sabana.