
Por: Marcela Han - Estudiante de Ciencia Política
Institucionalidad: mecanismo creado para garantizar la continuidad de la forma de vida de las sociedades. Conjuntos de normas y leyes dictaminan el comportamiento y los deberes de sus integrantes. Pensando en el bien general decidieron (¿quiénes?) que lo sensato es dividir a la sociedad en partes. Dividirnos para organizarnos, como órgano al cuerpo humano. En el que cada parte cumple su función, alineada a un objetivo en común: perpetuar el sistema. Aunque sea, a veces, en detrimento de los demás; un juego de incentivos perversos.
Juego de policías, militares y civiles, con líneas divisorias, ¿trincheras urbanas? Escogemos bandos y etiquetamos prendas. Se crean categorías y el otro deja de existir fuera de ellas. Olvidamos el objetivo y razón de ser de los organismos adoctrinados bajo el estandarte de la convivencia, en lo posible pacífica –aunque parece que esto último ya es mucho pedir. Ocho direcciones operativas y seis administrativas en la Policía Nacional, encargadas de mantener el orden público interno y de proteger. La pregunta tal vez es, ¿proteger a quién? Media vuelta y vámonos que ya llegaron otra vez a molestar.
Fuerzas Militares de más de 276.776 efectivos divididos en Ejército, Fuerza Aérea y Armada Nacional. Según algunos ¿O son 590.000? Eso dicen otros. Líneas ilusorias al fin y al cabo. Inocuas. 48 millones de colombianos registrados. Incluidos los uniformados. Pero no siempre es así. Por ejemplo, cada cuatro años definitivamente no. De pronto no son ciudadanos, ni funcionarios públicos, solo cuerpos armados de bandos cada vez más aislados y desarticulados.
Sociedad fragmentada, encapsulada, incapaz de reconocer a quienes la componen. Pero como para gustos los sabores, cada vez más categorías y bandos, cada vez más herméticos. Tombos, aguacates, salados y milicos, los llamamos; torcidos, desechables, chicutes (Chiquitas-Culonas-Tetonas) y guerrilleros disfrazados de civiles, nos llaman. Entre muchos otros términos más pintorescos –claro, sin ánimo de discriminar. Y el denominador común: la connotación peyorativa que escolta cada una de estas palabras de un lado del tablero, a los restantes.
Reglas de juego, se nos ocurre que las necesitamos. Una para cada ocasión, dependiendo del clima. Así sí deberían quedar las cuentas claras y el chocolate espeso. O eso nos decimos, pues en la práctica siempre improvisamos. Nadie tiene total certeza de lo que puede o no hacer, siquiera si está permitido tomarse una cerveza en un sitio público: a veces. Depende del ánimo del de turno, o del contenido de nuestra billetera. Existe confusión, nos plagamos de normas que nos regulan hasta de qué nos vamos a morir. Porque aunque pocos lo sepan, este es un país en el que desde el 2000 la solidaridad es obligatoria. Es compromiso de todos, si bien a partir de ese año se incrementaron en un 150% los llamados ‘falsos positivos’. Eso no viene a cuento, es mera coincidencia.
Ley 599 artículo 131, del Código Penal. Omisión de socorro. “El que omitiere, sin justa causa, auxiliar a una persona cuya vida o salud se encontrare en grave peligro, incurrirá en prisión de dos (2) a cuatro (4) años”.
Civil que no colabore, civil al que se le clavan sus añitos de cárcel. Entonces, ahora sí, seamos solidarios. Y hasta nos parece noble, eso de que sea obligatorio ayudar. Que de todas formas no ocurra es cuento aparte, pero debería funcionar. ¿A quién le importa que llame a la represión? Medio predilecto de dudosa reputación. Pues, aunque receta para la violencia, todo sea en pos de la unidad nacional. Todos con el latido del sagrado corazón.
¿El resultado? Quizás todo lo contrario. Y nos seguimos sorprendiendo. Pensamos que la solución es más fuerza. Es lógico. Bolillos y fusiles, para ver si aprendemos a convivir. Aunque a estas alturas del partido lo hayamos olvidado, y cada quien tire para su lado. Porque en teoría, pensamos en todos, mas actuamos para unos pocos, para nuestro propio bando, para nosotros mismos. Aunque sea a costa de los demás.