Por: Diana Zerda - Estudiante de Antropología

Hablar sobre policías es hacer un juicio desde una perspectiva condicionada por el contexto en que cada cual se encuentra. Sin embargo, a pesar de las opiniones particulares que se puedan dar, existe una desconfianza consensada, una vuelta de cara hacia la policía, el/los policía(s), recogiendo sin distinción la institución y sus agentes dentro de un mismo sentimiento. Este hecho de equiparar las dos cosas hace que mi interés sea el de entender en qué se fundamenta esta relación. Considero que un intento por esbozar cuál es el imaginario que se tiene del policía podría dar algunas respuestas, pues es a partir de la interacción en la cotidianidad que se crean estas percepciones del otro.

 

El agente de policía, “tombo”, “aguacate”, “resaltador”, cualquiera que sea el término del que cada cual se sirva para llamar al peón de la institución, debe cumplir unas responsabilidades y tareas propias, como corresponde a cualquier otro trabajo, pero a su vez cuenta con una carga ética; es un operador entre el bien, el mal y la ley. Pasa que, como en cualquier otro trabajo, las instrucciones son dictadas, pero queda a cada cual las vías y caminos que se tomen para cumplirlas. Es decir, existe una adecuación de las tareas que son impuesta. Su desarrollo está forzado a un contexto específico en el cual suceden interacciones y reacciones de distinto tipo entre un policía y un ciudadano.

Es entonces en estas interacciones que cabe detenerse un momento. El policía, portando su uniforme verde característico logra marcar una diferencia con respecto a los demás ciudadanos. De entrada es un marcador de fronteras que señala posiciones distintas entre las personas que comparten un mismo espacio. El uniforme es garante de una autoridad, que por esto mismo exige recibir respeto por parte de los otros. No obstante, el uniforme se puede pensar como una máscara, una cara[1] que sostiene el policía, pero que detrás de ella se halla una persona.

Puesto en otras palabras, se podría hablar del policía como de un actor en un ejercicio de teatro, en el que tiene un papel, un rol que performar, pero a la vez este actor es una persona. Un(a) policía es un hombre o una mujer que cuentan con una forma de ser y actuar frente al mundo, que si bien puede estar fuertemente influenciada por su trabajo, este es el motor de la toma de decisiones a diario. Por ende, se podría decir que es la persona detrás de la máscara la que reacciona desde su subjetividad, pero su respuesta es valorada desde el exterior, que filtra esta contestación con la cara que él o ella ve del policía desde afuera; un uniforme, una autoridad, una imposición de poder y control.

En conclusión, desde lo que se ha mencionado el policía es el sujeto que porta la institución. Al ser él quien interactúa con la ciudadanía, es él quien en condición de representante hace que toda valoración de la interacción termine por atribuirle directamente a la institución la misma valoración. El quiebre está en que el uniforme es una máscara que va acompañada de códigos, pero que no es percibida como tal por los ciudadanos, lo que conduce a una valoración homogénea del policía; se niega la performatividad que es inherente a la labor de este, y al sujeto detrás del uniforme. Esto no es de ningún modo una victimización de la figura del policía, sino busca ser más un llamado de atención a tener presente la teatralidad en la cotidianidad y del delicado poder de subjetivación a partir de esta breve reflexión.

 



[1] Ver Goffman, E (1997). Presentación de la persona en la vida cotidiana.  Buenos Aires: Amorrtu Editores.