Edelmira Massa Zapata, la que piensa y baila
Por: Salomé Cohen Monroy

 

Justo cuando nos sentamos, Edelmira vio algo en el piso junto a uno de los instrumentos tradicionales que decoraban el salón. Con la agilidad de quien ha bailado desde antes de lo que la memoria le permite recordar, se paró, se agachó y regresó a su puesto con una flor fucsia que no soltó durante la entrevista. A pesar de que dice que hoy está dedicada a aprender a envejecer, sus collares de semillas, sus pantalones de arabescos y su buen sentido del humor me dicen que es un alma joven. Es que si dijera que Edelmira Massa Zapata es una bailarina e investigadora que, con su mamá Delia Zapata, ha logrado recuperar y difundir las danzas tradicionales colombianas, me quedaría corta. Ella es, indiscutiblemente, una gran mujer, una gran pensadora, pintora, lideresa, toda una parada.

Nació en Cartagena pero, desde los dos años, el plan familiar era viajar por Colombia para investigar sobre las culturas de cada región, porque solo así, conociendo las costumbres, la comida, los refranes del lugar se puede llegar a representar realmente una danza. Como era inquieta, la tarea era bailar con los niños en los pueblos que visitaban y luego enseñarle a su mamá lo que había aprendido. Así, desde chiquita iba engrosando el registro de danzas de Colombia. De grande, estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional y al salir, con el disgusto de Delia, estudió durante ocho años ballet clásico. A pesar de la rigidez que lo caracteriza, dice que la técnica del ballet es muy buena y que, de alguna forma, contribuyó en la técnica que su mamá había ido afianzando con el tiempo. Sellar las danzas era la técnica, desde el Pacífico, hasta el Caquetá, desde la Costa Atlántica hasta el Amazonas, danzas negras, danzas mestizas, danzas indígenas.

Después de su etapa en el ballet, Edelmira regresó a Cartagena y fundó una escuela de Danza en la Escuela de Bellas Artes, la primera en su estilo de rigor y disciplina en la ciudad. Fueron nueve años, tal vez los que más disfrutó, o en los que sus aprendices más la disfrutaron a ella. A las cinco de la mañana la sacaban de la cama para que les enseñara todo lo que había aprendido en la vida y, como es inagotable su conocimiento en danza, las jornadas terminaban entrada la noche, para volver a empezar al día siguiente.

Las vueltas de la vida la trajeron a Bogotá de nuevo, pero nunca dejó de darle vueltas al mundo. Con el Grupo de Danza Delia Zapata Olivella viajó a lo largo del planeta representando a Colombia en un sin fin de repertorios. Entre ellos, estampas colombianas de cuatro zonas: andina, llanera, pacífica, atlántica, pero había más, mucho más. Hoy, está dedicada a enseñar. También está montando la vida de Manuelita Sáenz con la Corporación de Teatro. Me dijo que podría dedicar su vida entera a hacerle entender a la gente que lo tradicional es un conjunto… música, danza, actuación, etc. Tiene su Palenque, esa casa en el corazón de La Candelaria que fundaron en 1970 y que ha visto pasar a todos y de todo. Una casa cultural dispuesta para la difusión de la danza, la música y demás expresiones culturales.

Alguna vez se interesó en la danza africana pero como se dio cuenta que tal cosa no existe por la infinidad de danzas de este continente, decidió enfocarse en la congolesa, a sabiendas de que sus ancestros venían de allá. Así fue que entró en contacto con las comunidades del Congo en Estados Unidos y con ellos ha aprendido sobre su danza pero también sobre su espíritu. Entre el pensamiento africano y el americano, se halla esa espiritualidad animista que está en contacto con la naturaleza, aquella que concibe que todo está vivo; “los asientos, las paredes, las piedras, todo, todo”. Que dice que se puede tener amor y estar en comunión con el mundo para entenderse con las otras personas, para entender que no estamos solos sino rodeados de otros seres a los que debemos aportar.

Hasta nuestra conversación (en noviembre de 2014) había estado dando charlas sobre los orígenes de la cultura colombiana pero justo estaba en proceso de reformar sus maneras. Ya no quería seguir hablando a los oídos sordos de nuestro país, tan exteriorizado, tan volcado hacia el norte, los mismos oídos de la época de su mamá, que poco sabían sobre nuestra cultura y nuestros bailes. Ahora está enfocada en difundir el pensamiento del hombre americano y del hombre africano. Ahora le quiere hablar a los niños. Está encantada con ellos; ve que ellos, especialmente los marginados, están ávidos por conocer nuestra cultura, ve que hacen muy buenas preguntas, ve que con ellos fácilmente termina descalza y despelucada bailando por todo el salón. Es también muy consciente de lo que han visto y vivido los niños en nuestro país violento. Pero fue por su curiosidad y su energía, y no por una especie de pesar, que me dijo “me hicieron dar ganas de entregarles hasta lo que no tuviera yo para que fueran felices”.