Por: Felipe Moreno Moreno - Estudiante de Ciencia Política

Siento que el constante uso que hacen los colombianos de la palabra democracia evidencia un profundo problema del quehacer de nuestra sociedad. Es una palabra que se menciona recurrentemente en todo tipo de contexto y evoca tan diversos significados, que termina por no evocar ninguno. En algún momento de nuestras vidas, la gran mayoría hemos considerado que un proceso, la toma de decisiones y hasta la elección del trago ha sido poco democrática. Igualmente, su uso más recurrente  es en referencia al sistema político colombiano. Ahora bien, esta particular dinámica no es gratuita y creo que refleja la doble moral de la democracia liberal que, por un lado, escenifica en la letra la soberanía del pueblo pero que, por el contrario, lleva en la representación un elemento profundamente elitista. Creo que es importante reconocer esta contradicción, dejar de lado la idea de que éste es el menos peor de los sistemas y recordar el potencial de la acción colectiva para lograr un cambio sustancial.

 

Este planteamiento nos conduce a pensar, en primera instancia, sobre el contenido y significado de la democracia. Si bien creo que las definiciones complejas pueden ser útiles para ciertos espacios, me enfocaré en sus elementos básicos. Entonces, podríamos decir que la esencia de la democracia es establecer en cabeza del pueblo el poder para decidir sobre su organización política que, de acuerdo al dogma liberal, debe estar enfocada en expresar la voluntad de aquél. Entendamos por “pueblo” el conjunto de personas que se reúne para convivir en un espacio determinado, sea por el espejismo de un contrato o por la mera inercia de la realidad. Claramente, esta es una definición poco exhaustiva de los ene mil tratados de los ene mil autores que han buscado hilar más y más fino definiendo este concepto. La verdad creo que muchas veces entre más fino se hila, más se pierde de vista la realidad que se quiere comprender.

Así pues, para llevar a la práctica el ideal democrático, se instauró la democracia representativa: la delegación del poder de muchos en pocas manos que los representaran. Esto trajo problemas porque los “representantes” no reflejaban los intereses del pueblo y se convertían más bien en promotores de su propio poder. Si bien se podría entender esto como un problema de corrupción, creo que la representación es una forma mezquina de sacar al pueblo de su propio gobierno y dar a un selecto grupo la interpretación autorizada de los intereses de éste.  Lo anterior no es nuevo ni extraño a la “democracia” de nuestro continente y menos a la colombiana. Diversos líderes independentistas, como el radical chileno Francisco Bilbao, planteaban este problema partiendo del miedo a la herencia colonial de dominación. Éste señalaba que “la delegación de poderes al legislativo era un crimen en contra de la humanidad… era la esclavitud disfrazada de soberanía”. Estos problemas no son ajenos a nuestra realidad, diría más bien que son muy cercanos a nuestro sistema. En un voto de varios magistrados de la Corte Suprema de Justicia, que analizaban la “legalidad” de la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente del 91, se establecía que la teoría de la soberanía popular de la revolución francesa había surgido para quitar el poder constituyente de la nobleza y dárselo a los burgueses, excluyendo a las masas populares que, por peligrosas e incultas, debían ser controladas por una élite. Esto refleja el problema de la “dictadura representativa” que temía Bilbao y su desarrollo en la realidad hasta nuestros tiempos.

Posteriormente se planteó, como lo hizo la Constitución del 91, la idea de la democracia participativa con el fin de, entre otras cosas, conectar al pueblo con las decisiones de gobierno y hacerlo un ente de control de sus representantes. Esto se vio reflejado en la creación de mecanismos de participación como lo son el referendo, la consulta popular y la revocatoria del mandato, entre otros. A pesar de este nuevo diseño institucional, la oligarquía representativa se mantuvo y tan sólo se crearon unos mecanismos de voto para controlarla, dejando de lado una inclusión más directa del pueblo en su gobierno. Esto se denota en la poca usanza de estos instrumentos que se debe no sólo a las altas exigencias para llevarlos a cabo sino también al sentimiento de exclusión de la mayoría del pueblo. Como afirma Jorge Orlando Melo: “... es evidente que en el caso colombiano la baja participación constituye, en muchos casos, expresión de una generalizada desconfianza o incredulidad de lo que se percibe como un mundo de corrupción y privilegio…”.

De este panorama que presento, es posible notar cómo el problema de la democracia liberal se refleja en Colombia, donde existe mucho más poder en cabeza de una élite que en el pueblo. En términos simples, la democracia liberal podría ser llamada “democracia oligárquica” al estar profundamente cooptada por un selecto grupo de la sociedad, como es en nuestro caso. Desde Bolívar y Santander, pasando por Rafael Reyes, Laureano Gómez y llegando a Álvaro Uribe, nos encontramos con una élite asentada y dueña del poder de gobierno y de la riqueza del país. Quisiera enfatizar que nuestra contemporaneidad está llena de gestos de dicha élite gobernante. Por un lado, tenemos el caso de Uribe quien defiende a capa y espada un país de terratenientes acumuladores como se puede ver en las 68 Capitulaciones sobre el proceso de paz. Asimismo, el senador Robledo muestra los mismos dejos de élite cuando, a punta de jactarse de su coherencia política, se asume como dueño de una verdad absoluta e incontrovertible para dirigir al pueblo. En resumidas cuentas, tenemos una oligarquía que dirige el sistema y evita que el pueblo sea más participe del gobierno de sí mismo.

Todo esto me lleva a concluir que la democracia liberal no sólo está lejos del ideal teórico del poder del pueblo, sino que es más bien una fachada para la oligarquía representativa; lo que se puede ver con claridad en el sistema colombiano. Esto me hace recordar la ley de hierro de la oligarquía de Michels que plantea que, sin importar el tipo de organización de un país, el poder siempre será controlado por un pequeño sector de la sociedad. No estoy de acuerdo con esta tesis en la medida en que desconoce otras formas de organización donde, si bien existen líderes con cierto poder,  éste está mucho menos concentrado y, por el contrario, se encuentra más diseminado entre los miembros de la sociedad. Si bien creo que siempre existirán líderes políticos, esto no implica que deban tener un sesgo excluyente y monopólico del poder como ocurre en la democracia; los líderes deberían empoderar a la gente para su autogobierno, no contralarlos. Por esto, espero más bien que la gente sea más consciente de los problemas de la democracia liberal y comencemos a actuar para generar otras estructuras de gobierno menos excluyentes. Siguiendo esta lógica, creo que la sustancia de estos cambios no sólo se enmarca en cambios institucionales sino que corresponde mayoritariamente al quehacer de las personas en su diario vivir.