
Por: Camila Rodas Hernández Estudiante de Lenguaje y Estudios Socioculturales
6 am. Los vigilantes con sus Rottweilers ya rodean el perímetro de la Universidad de los Andes. El “Mono” ya trabaja. Los hombres de las “frutas de JP” ya parten naranjas y preparan cereales. Doña Inés ya anuncia, desde su carrito de chicles: “buenos días amiguitos, ¿qué desean?”. Se oyen los “Buenos días monis, me regala unos chicles” o un “Hola monita, lo mismo de siempre, una arepa doble queso con un jugo de naranja pequeño”.
“Monitos y monitas” son el apodo con que nosotros, estudiantes, nos referimos a estas personas y el sobrenombre con el que ellos (vigilante, vendedor, vecino de Germania) se refieren a nosotros. En un juego mutuo, todos somos, dentro de este perímetro universitario: monit@s. Hemos encontrado, consciente o inconscientemente, en este “alias” la forma más sencilla de establecer nuestras relaciones interpersonales. Relaciones que, además, tienen un carácter doble y a la vez ambiguo. Por un lado, podemos pensar que esta forma particular de nombrar nos une como comunidad y nos acerca a un trato afectivo con todos aquellos que nos rodean. Pero por otro lado, la palabra misma ya está cargada de lo que podemos imaginarnos que alguna vez se dijo, o se dice, en esta zona: “Los de los Andes son blancos, peliclaros, ojiverdes, tienen plata, son gomelos”. Ciertamente, “el mono” marcaba una diferencia entre aquellos que pertenecían a la Universidad de los Andes y aquellos que simplemente la rodeaban. El “mono” simbolizaba una clase social.
Sabemos que hoy en día monito es cualquiera. Pero su carga semántica y política persigue todavía esta forma de referirnos a los otros. De cierta manera, este alias nos divide y nos une al mismo tiempo. Es decir, nos recuerda la unión profunda de clase y de poder que recubre nuestra fachada universitaria. Por otro lado, el apodo de monit@ nos hace, por lo menos en la enunciación y en el discurso, iguales.
Hoy, me inquieta que esta falsa igualdad borre los nombres propios y las vidas individuales de esta colectividad. ¿En verdad nos importan estos sujetos con sus historias? O por el contrario, decimos monit@ para referirnos al otro de manera condescendiente y escondemos, bajo este alias formal, nuestra falta de interés por aquellos que nos rodean. Me pregunto, por último, si tal vez, esta manera en que nos referimos a ellos y ellos a nosotros es la condición, la posibilidad misma, de la convivencia de la zona uniandina. ¿Acaso este sobrenombre nos hace creer que pertenecemos (todos) a una comunidad solidaria y respetuosa, cuando en realidad somos una parcial, ficticia y a medias?