Por: Mateo Pineda - Estudiante de Psicología

Durante los primeros tres semestres que estuve en la universidad fui fiel al almuerzo de Puerto Arepas de la primera (al frente del SD). Por alguna razón, allí adentro, siempre me he sentido como en casa. Quizás sea por mi debilidad ante una buena sopa casera o un jugo que sabe a fruta. A pesar de eso, creo que la verdadera razón por la que vuelvo por lo menos una vez a la semana (a veces a probar su frijolada), se debe más al cariño que le tengo a Doña Rubi, a Angelie, a Yenny y a Liliana, que a la sazón de su cocina.

 Me gusta pensar que eso mismo les pasa a muchos de ustedes con Don Jorge y sus tamales en Doña Blanca, o con Estela en las monas, o con Henry y sus empanadas de queso, o con Francisco y Gloria en el nuevo “Kaldivia” en el campito, o con Diana en el Centro Deportivo, o con Ángela, Lucía y Vivian en la fotocopiadora La Primera, o con Fernanda en el puesto de microondas, o con todos los que a nuestro alrededor nos ofrecen un servicio. Me gusta pensar que la gente toma sus servicios como muestra de gratitud por su aporte a nuestro pequeño ecosistema, pero no siempre es así.

Desafortunadamente, vivimos en una economía monetaria que no fomenta la creación de vínculos cercanos, de conexión o de relaciones significativas. Hoy en día, si cualquiera de quienes cultivó nuestros alimentos, o hiló nuestra ropa, o construyó nuestra casa, llegasen a morir, ni siquiera nos enteraríamos. Sencillamente, les pagamos a otros por hacer el mismo trabajo. Si no nos gusta el profesor que dicta una materia, la retiramos, buscamos otro profesor o en el peor de los casos, lo aguantamos sin tener que hablarle jamás. Es muy difícil crear comunidad cuando nuestra sociedad promueve la idea de que no necesitamos el uno del otro.

En las relaciones sociales, cantidad no es lo mismo que calidad. Es paradójico saber que en el transcurso de nuestra vida, somos capaces de conocer de manera cercana a un máximo de 150 personas. Este es nuestro límite cognitivo, es el máximo número de individuos con los que cualquier persona puede mantener relaciones estables (Dunbar, 1998). Quizás por esto es que los habitantes adultos de Fenicia no necesiten Facebook, quizás es porque ya conocen a sus 150 significativos otros.

Las redes sociales también han ayudado a estropear el significado que tenemos de interacción y conexión; ellas nos brindan la fantasía de sentirnos escuchados y acompañados. Pero pensar que ‘estar siempre conectados nos hace sentir menos solos’ nos pone en riesgo, porque la sensación de aisla­miento es la que aparece cuando uno huye de la soledad.

Una vez conocí a un Juan, – un Juan entre muchos – como a él le gusta decir, y le hice la siguiente pregunta:

 

-¿Qué le recomendaría a los estudiantes de esta universidad?
-"Que dejen la modita y la cosita por la tecnología, eso después de un rato se va. La vida hay que aprenderla a vivir es con uno mismo"